Surge una sensación extraña cuando conoces a alguien. Pero no hablo de conocer sin más, hablo de CONOCER. Y de por medio, hay flores, y olor a viernes, de esos que se quedan un buen rato en la boca. Y entonces te quedas con esa persona que intenta encajar sus pupilas en las tuyas, esa que al decirte «hueles a ti«, hunda su nariz en tu cuello y se lleve todo tu olor corporal con él.
Hay una corriente que rodea dos cuerpos y los acerca hasta que el aire es incapaz de franquear los torsos. Y entonces un huracán sube a toda velocidad, propulsado por los dedos de los pies que bailan inquietos. Atraviesan el pecho y, volviendo a ser lanzados, esta vez por el corazón, acaban saliendo como una verborrea incontrolable por tu boca, y justo en ese momento en el que tus labios deciden desperezarse, se ven arropados por el sabor a viernes. Y en ese preciso momento, cierras los ojos y olvidas. Lo olvidas todo. Olvidas dónde mierda estás, y se van las manos, los cuerpos, las cabezas.
El tiempo parece pasar más rápido y a la vez se ha detenido. Memorizas cada segundo de ese momento, porque sabes que va a pasar y estás deseando que hagan una foto para ver, si con suerte, se puede guardar las emociones de ese instante y que, al verla, como si de un jarrón se tratara, salieran todas para revivirlas de nuevo.
Surge una sensación extraña cuando conoces a alguien. No tiene nombre. Y después de intentar nombrarlo, decides que ya no quieres casilleros, que no quieres cajas cuadradas. Que te has cansado de organizar la vida.
Abres el armario y lo esparces todo por el suelo.
Surge una sensación extraña.
Se llama desorden. Y parece bonito.