El otro día aparecieron unos amigos para darme una sorpresa. Un viaje con dos de mis mejores amigas. Cuando íbamos al instituto, pasábamos los veranos sentados en el banco de un parque -sin pensar que en unos años nos preocuparía otro tipo de banco- pensando en esa vida lejana que estaba por venir y, que ahora, ya ha llegado. Íbamos a vivir fuera, a tener un sueldo desorbitado, íbamos a viajar por todo el mundo y terminaríamos por asentarnos en algún país de habla inglesa. Criticábamos a aquella gente que con nuestra edad ya estaba viajando un montón y decíamos como consuelo «Ya nos tocará«.

Nada de eso pasó. Yo terminé en París viviendo un año y volviendo para seguir estudiando y trabajando en España. En nuestro último año de bachillerato, comenzaron los recortes y decidieron no hacer ningún viaje de fin de curso. Así que dijimos que en la carrera haríamos ese viaje que tanto soñábamos juntos. Llegó la universidad, pero siendo realistas, ¿de dónde narices sacábamos el dinero para irnos? Pasaron los años y el fin de curso de la carrera no vino tampoco. Así, que prometimos que algún día nos iríamos los tres a alguna ciudad anglosajona, pues ya que habíamos estudiado Filología Inglesa, eso era un must.

Pasaron los años y, entre unas cosas y otras, ese viaje se aplazó. Hasta el otro día, en el que me entregaron los billetes. Uno de los mejores regalos de cumpleaños adelantado. Y no por el mero hecho de que sea un viaje -que también-, sino por el hecho de que aquello que un día prometimos, se va a cumplir. Los sueños que un día en nuestra adolescencia brotaban de nuestros labios en noches de verano, llega un invierno nueve años después. Y a pesar de que al crecer, es inevitable distanciarse, pues cada uno va formando su vida, quizá no estemos tan lejos de aquellos quinceañeros con ganas de comerse el mundo, de pasar tardes juntos, de cenas en el McDonald’s y cine, de quedar para estudiar y terminar viendo Eurovisión con pizzas del Domino’s, de rampas donde no tiran el coche yéndose cuesta abajo, de noches que no terminan muy bien después de una enorme ingesta de alcohol, de horas hablando al teléfono, de acudir los unos a los otros en caso de emergencia. Nos comíamos el mundo entonces y pensábamos que nuestra amistad no tenía fecha de caducidad. Solo acertamos en una cosa. En la segunda.
No puede haber nada más bonito que una amistad. Y a pesar de sus rachas; subidas y bajadas, siempre habrá algún sueño en común que cumplir juntos. Y volver a recordar qué era eso de comerse el mundo entero.

Daniel Sánchez.