Nuestra gran manía de dividirlo todo en partes. En números y en cifras. De dividir la semana de lunes a domingo. De tener la sensación de que a y media sí, pero a veintidós, no. De cronometrar actividades, momentos y personas. Os voy a decir algo: nunca, nunca se os ocurra cronometrar un momento. Ni tampoco los momentos con personas. Ni en esos en los que estrechas lazos con la soledad. Ni en los que estás contigo mismo ni en los que estás con los demás. A los encuentros se acude sin el tiempo apretándote la muñeca. Se acude respirando hondo, con las manos sudorosas y una sonrisa nerviosa. Se acude a trompicones. Sin pensar en qué vas a hacer de cenar luego o a dónde va a ir a parar ese encuentro. Se acude con las alas desplegadas y los pies en el suelo. Con la mente abierta y despejada. Pensando en disfrutar el momento y sin pensar en el fue ni será. Lo bueno de no esperar nada es que cuando pasa algo, te sorprende mucho más. Las alas están ahí por si algo en lo que has puesto expectativas muy altas te decepciona. La caída va a doler, pero las plumas todo lo suavizan. Y los pies siempre son buenos tenerlos en tierra firme. Ya sabes que la mente siempre volando y los pies caminando.

Cuando comienzas a sentir algo por una persona, parecerá que levitarás un poco. Sonreirás por cada cosa que te diga y tus ojos se iluminarán nada más ver a esa persona con quien desearías estar muy cerca y poder saborear su olor. Y conseguirá que te suden las manos, que tropieces al andar y que se te acelere el corazón. El motor que activará tus alas, que pondrá tu cabeza a divagar y que levantará tus pies del suelo por un momento. Pero no te preocupes, que esa ensoñación tendrás que disfrutarla. Tendrás que sentir qué se siente al no pisar tierra firme mientras tu cabeza divaga, tus alas se mueven y tu corazón baila salsa.
¿Qué pasa cuando empiezan los huracanes? ¿Qué pasa cuando el viento te impide tener esa sensación? ¿Qué pasa con el ansia de algunas personas de sentir eso una y otra vez con quien sea? Lo bueno de los humanos es que tenemos la capacidad racional de elegir qué, cómo, cuándo y por qué. Nosotros decidimos qué camino escoger y quién nos va a acompañar en la aventura. Nosotros otorgamos privilegios de nuestra compañía y disfrutamos del privilegio de la compañía de al lado. ¿Qué pasa cuando esos privilegios se ofrecen a diestro y siniestro? ¿Habéis oído hablar de que todo tiene valor?
Cada persona, lugar, momento y situación tienen un valor. Un valor que, como dije anteriormente, no se calcula ni en cifras ni en minutos. Ni siquiera los segundos le pillan. Ese valor solo se calcula en el corazón y se conserva en la memoria. Siempre he pensado que memoria y corazón van unidos. Algún hilo invisible los une desde la cabeza hasta el pecho. Un hilo que se activa cuando recuerdas algo y automáticamente tu corazón nota como una especie de pinchazo si el recuerdo duele, una cierta presión o un bombeo rítmico y alegre si el recuerdo es placentero. ¿Cuál es el valor de esos recuerdos?
En realidad, no existe. Porque ese valor es tan grande y escapa a todo lo que pueda medirlo que no es real. Los recuerdos, que están ahí para que no cometamos los mismos errores y para que recordemos que aún hay cosas bonitas, nos provocan tal reacción que es imposible ponerle un valor exacto. De hecho, es difícil ponerle valor. Algo que nos provoca tanto en tan poco tiempo que escapa a las leyes matemáticas. No hay valor que valga, pues el valor es incalculable.
A veces nos preguntan:
¿Esto tiene valor?
Y nuestra respuesta debe ser:
No, no tiene. Esto va más allá.
Siempre hablamos del valor material, pero ¿y el valor sentimental? Ahí es cuando debemos decir que el objeto o lo que sea que estamos admirando no tiene valor. Porque por nada del mundo venderíamos o regalaríamos esa baratija que algún día nos regalaron y que se transformó en una joya. Pasó de ser un patito feo a un cisne blanco. Y nadie lo entiende, porque nosotros decidimos qué tiene ese “valor” incalculable y qué no. De lo que nos debemos desprender y de lo que no. Y decidimos a quién darle nuestro valor, aunque sea un poquito.

Decidimos darle el valor a alguien, pero hay gente que usa ese valor para poder vivir siempre en un corto de amor -si se le puede llamar amor-. Y entonces, ahí no hay valor que valga. Y esta ausencia de valor sí es real. Ni valor material ni sentimental. Nuestros momentos deben ser únicos y deben compartirse con personas que te arropen en las noches oscuras y que te refresquen a sonrisas. ¿Qué valor tiene compartir algo que has compartido con todo el mundo? ¿Dónde quedaron las personas especiales?
Nosotros decidimos con quién queremos perder el tiempo y con quién queremos perdernos. Con quien queremos coleccionar más momentos sin valor, pero a la vez repletos de él, a la espera de que nos cojan de las manos sudorosas y nos planten ese beso de película. Alguien que convierta los huracanes en brisas. Alguien con quien dividirlo todo en momentos y no en prisas.
Porque al final te darás cuenta que las prisas no son buenas, que las sonrisas suman y que en realidad no importa ni qué, ni dónde sino con quién.

-S.D.
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Muy interesante reflexión Dani. Coincido contigo, el valor de las cosas/personas/momentos depende de nosotros mismos. Dejémos de fijarnos en lo que hacen/dicen los demás, y pensemos más en nosotros, nuestros momentos y nuestras personas. ¡La vida vuela! Disfrutemosla.
¡Un besote! Espero que estés disfrutando por París.
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Hay que vivir la vida a pleno pulmón. Nuestra vida la vivimos como queramos. Exacto. Y sí… Estoy disfrutando mucho. ¡Mil gracias!
Pd: Nuevo post en un momento 😉
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