PERFECTOS CONTINUOS

Hay ciertos días en los que te sumerges en una rutina circular y sin salida. Esas en las que notas que tu cuerpo se resiente. Cuando me envuelve una de ellas, mi cerebro activa una sobreproducción de pensamientos. Y creo que nos preguntamos que si eso es todo. Que si la vida trata de encauzar un día a día y vivir como en una obra de teatro repetida una y otra vez.

Para colmo, si te coge en esta temporada, con el frío y el cambio de hora, puede debilitar un poco el ánimo y parece que todo llega de golpe, como de costumbre. Nada nuevo y lo que sorprende puede ir de mal en peor. Quizá sea un tanto exagerado, pero es el frío que ha calado más allá de mis huesos y con los pies fríos aun llevando calcetines, no puedo ser muy optimista. Y lo peor de todo esto no es cómo la piel de mi cara se está secando o que los pies no se calienten ni estando rodeados de mantas, ni haber encontrado a alguien que rompa con las horas mi absurda semana. Lo peor es que tengo la sensación de que estamos perdiendo momentos por estar tan centrados en el día a día.

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Una vez escribí que la vida no debería medirse en horas sino en momentos, porque el día en el que nos acordemos de alguno del pasado, recordaremos justamente lo que pasó: aquello que hizo tanta gracia, aquello que nos hizo llorar, el mensaje que nos mandaron y quién nos lo mandó. Quién nos hizo reír y quién fue capaz de embaucarnos en esa corriente de sentimientos que consiguió engancharnos de una manera preciosa. Quién consiguió que escapáramos de la vida por un rato y qué motivo nos lanzó a soñar de nuevo. Siempre sueño, siempre vivo, siempre eterno.

Y sin embargo no nos acordaremos que eran las cinco y media de la tarde ni las dos de la madrugada. Lo más importante será el qué y con quién. Ya sea haber aprobado un examen, haber conocido a alguien, haber cumplido tu sueño o haber reído hasta que se te haya cortado la respiración. Reencontrarte con una vieja amiga, haber hecho un viaje, haberte reunido con los de siempre… Ya sea con un amante, con un amigo o contigo mismo.

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Desgraciadamente, el tiempo nos tiene cogidos por las muñecas y olvidamos el vivir la vida de una forma sana. No quiero la anarquía temporal, sería hablar de una utopía irreal, pero compaginar las horas con momentos sería algo posible sin salirse de las doctrinas sociales que nos imponen. Algo intermedio. Una escapada de las agujas del reloj de vez en cuando. Y es que nadie se acuerda de a qué hora exacta hizo algo, sino de lo que hizo. De lo bien que le sentó o cómo se torció el asunto. Porque el problema de centrarnos en el tiempo, o de obsesionarnos de una manera desmesurada, es que vivimos en un perfecto simple cuando nuestros perfectos son continuos: perfectos porque cada momento es único, nos hace sentir, nos encoge el corazón, nos hace saltar lágrimas; nos hace sentir y nos recuerda que seguimos vivos. Y continuos porque siempre perduran, de una forma u otra, siempre siguen con nosotros y siempre se deja atisbar un halo de lo que sentimos aquel día. Porque continúan en nuestro camino, siempre.

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Poner límites a un momento puede ser algo de lo que te arrepientas algún día, porque quizá recuerdes que fue breve y no recuerdes porqué y eches la vista hacia atrás y pienses que perdiste un momento único que podrías haber saboreado con más dulzura. En cada momento hay colores, una gama inmensa que sale disparada de nuestros pechos y explota como fuegos artificiales. Y los fuegos artificiales de las emociones no entienden de y veinte o de y media. Ellos entienden de pasión, de alegría, de excitación, de caricias, de risas. Entienden del corazón. De la vida, de todo lo que le rodea y de todo lo que nos hace sentir en esos momentos en los que el reloj libera nuestra muñeca y podemos flotar, eternos, en perfectos continuos.

Quizá algún día, los perfectos simples sean minoría

ante nuestros perfectos, siempre, continuos.

Y es que al igual que el amor vive en libertad y sin límites y seríamos capaces de hacer lo que hiciera falta por esa persona a la que queremos, nosotros también lo somos y debemos querernos a nosotros mismos también.

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Daniel Sánchez.


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